Escribo
todos los días de mi vida, en hojas sueltas, en servilletas, en las notas de mi
celular. Incluso cuando voy caminando o sentada en el camión escribo en mi
mente la historia de personajes, mis personajes son desdichados porque se han
perdido en el olvido de mis hojas sueltas, rotas,
mojadas. Siempre he soñado con escribir una novela pero me falta disciplina y
herramientas metodológicas para lograrlo, pero mis personajes me exigen y
reclaman justicia, voz, existencia.
Hace unos
días descubrí que yo misma no entendía la naturaleza de mis personajes quizá
porque algunos son el alter ego de situaciones que a mí misma me suceden y que
para mí desdicha tampoco entiendo. Me propuse como me he propuesto muchas otras
cosas, algún día escribir una novela pero para lograrlo debo
entender a mis personajes, su historia, sus frutas preferidas, la ciudad dónde
dejaron sus nostalgias, sus fantasías, miedos, sus poemas preferidos, esas
cosas que hacen a uno ser lo que es.
A partir de hoy y no con mucha
disciplina (como muchas cosas de mi vida) escribiré la historia de Leonor, de
Plutarco, de Natalia, y de otros personajes que habitan mis libretas: Hoy
quiero comenzar este ejercicio y transcribir un fragmento de la vida de
Plutarco y Leonor que encontré en mi libreta de "corazones tiranos"
la libreta que me regalo mi prima.
Día 1. Hoja de otoño.
Uno nunca sabe cómo,
cuándo ni la hora exacta en que se fuga de sí. Yo no podría precisar la hora en
que cedí mis ganas, mi voluntad a un comisario y me fugue de mi voluntad de
Adelita. Sé que Juan me lo advirtió, sé que yo misma me lo advertí.
Plutarco me tomó por la
cintura, acerco su cuerpo al mío en algo que podría parecer un abrazo, yo fui
dócil y entregue mis músculos a ese breve encuentro. Una parte de mi sabía que
Plutarco era una calamidad en mi vida y que ese abrazo era una trampa contra el
olvido.
Plutarco
me lanzó muchas veces al olvido, uso corrector para cubrir mis besos y con una
goma sin aroma frutal me borro tan fuerte que rompió la hoja de nuestros
momentos juntos. Yo no sabía porque había accedido a ir a ese encuentro, ni
porque mis emociones colapsaron al verle, él no dijo nada simplemente me miro
con una mirada de aprobación y yo me sentí trémula como hoja que tirita en la
punta de un árbol alto. La mirada de aprobación de aquel hombre me ponía
completamente en tela de juicio << ¿Sería adecuado el color de mi
cabello?>> << ¿Le molestaría mi reiterada impuntualidad?>>
<< ¿Su mamá sabría que estábamos juntos?>> Plutarco me tomó
por la cintura y con una voz firme susurro en mi oído "ya quería verte" entonces todas las dudas de mi cabello,
puntualidad y su madre desaparecieron inmediatamente.
Caminamos
por el centro histórico y comenzamos a hablar sobre arquitectura y colillas de
cigarro, la plática era tan fluida que cualquier testigo hubiera negado que ese
hombre y yo no nos veíamos desde hace meses y que nos separaban varios océanos,
guerras y una ruptura, dos rupturas, tres rupturas, infinitas rupturas. En ese
momento no importaba la franja de gaza que un día nos separó, ni los gritos del
manicomio, porque el organillero tocaba el vals de Alejandra de Enrique Mora
Andrade.
En la
esquina de Paseo de la Reforma nos encontramos con una manifestación, Plutarco
me miro y con su característica calidad moral recriminó la manera en que las
feministas poseídas por la falta de cordura rayaban el anti-monumento de los 43
desaparecidos de Ayotzinapa, justificaba la causa pero recriminaba las formas.
De nuevo volví a sentirme trémula ante sus palabras, Plutarco me miro y con un
tono de voz suave y firme dijo "Lo
bueno es que ya no estás con ellas rayando la ciudad." Caí trémula
peor que una hoja que cae antes del otoño.